OPINIÓN. NI TAN FELICES. Julio Santoyo Guerrero.

El síntoma brota aquí y allá. Hasta ahora parece que el fenómeno no ha sido comprendido plenamente. Las generalidades con las que se pretende aprehender el problema son estériles como medio de diagnóstico y en parte por ello, por su carga de prejuicio, es que no existen alternativas operativas que modifiquen los caminos hacia la tragedia.

Qué se dice: que si es un fracaso de la familia; que si es la crisis de la escuela como institución formadora; que sí es la influencia de los medios de comunicación que distorsionan la realidad social; que si las redes sociales contribuyen a ello por generar una vía de comunicación en donde las personas lo menos que promueven es la empatía y los valores humanos; que si es la historia personal de cada individuo que termina mezclando, en un coctel inestable y explosivo, todas las emociones negativas de la trayectoria de vida, asumiendo que las sensibilidades de cada cual son distintas y por ello diferentes las respuestas, incluso las del que opta por la tragedia.

Y contrasta el absurdo de que los estudios que miden los índices de felicidad concluyan que México es uno de los países más felices del mundo o que desde la presidencia se afirme, sin pudor alguno, que los mexicanos viven felices, felices, porque las políticas públicas recién inauguradas lo están haciendo posible.

La realidad siempre terminará dando toques de distopía, irreverencia y subversión, frente al discurso establecido en todos los ámbitos en que se vinculan las personas. Son como un balde de agua helada echado en las espaldas de la normalidad que todos quisiéramos.

Tal vez esa sea la razón que explique las pobrísimas explicaciones que nos han podido ofrecer desde la Presidencia de la República, la Secretaría de Educación, hasta las oficinas que atendieron la tragedia. Nadie espera que una tragedia de esta naturaleza haga el papel de agua fiestas en una nación decretada como practicante de la felicidad.

Mucho debiera de hacerse porque el síntoma tiene rato manifestándose. En Nuevo León vimos al menos un par de casos. En otras entidades la violencia ha hecho victimas a escolares dejándoles mal heridos. Los casos de niños buscando o logrando el suicido son un grito de alarma de que las cosas no andan bien, de que la esperanza para muchos ha muerto, de que seguir viviendo no es para ellos una opción.

El problema está ahí y desde hace tiempo es reconocido en la comunidad académica aunque no tanto por las burocracias gubernamentales. Los docentes tienen contacto ordinario con esta tendencia destructiva y se han visto limitados en su atención ante un problema que los rebasa y que debería ser atendido por políticas públicas integrales. La familia, la escuela, las organizaciones civiles, las instituciones de gobierno, las iglesias, los medios de comunicación, los colegios de profesionistas, las redes sociales, tienen el deber de cruzar horizontalmente una agenda que nos lleve a comprender todos los ángulos del problema y a decidir recomendaciones que tomen forma de políticas públicas.

Eventos como el de Torreón, la violencia escolar, la tendencia suicida entre niños y jóvenes, en fin, la crisis del relato de la esperanza y la felicidad, son una crítica anticipada a la idea de La Escuela Nueva y al discurso del fin del neoliberalismo que no incluye, en el nivel que se exige, una alternativa a estas realidades emergentes y distópicas.

En el futuro inmediato no puede pensarse la educación sin una apertura y coordinación empática entre familia, escuela, sociedad y gobierno. Si los salones escolares no les representa a los niños y a los jóvenes un espacio que aliente su esperanza y sus deseos de vivir, quiere decir que la escuela está fallando; si la familia no es el refugio y crisol de los mejores valores y de las emociones infantiles y juveniles, quiere decir que también está fallando; y si la sociedad no genera espacios positivos para el coraje, el desamor, el sentido de pertenencia, entonces tampoco está cumpliendo la misión humanista; y si desde el gobierno no se ve y se atiende a las personas en su compleja dimensión humana y sólo se les mira como clientes electorales, es claro que debe generarse una profunda reforma.

El simplismo y determinismo que se ha puesto de moda desde el poder para conocer y valorar la realidad en nada ayuda a comprender, más bien distorsiona, las causas de esta crisis que se expresa en síntomas como la tragedia del colegio de Torreón o la creciente violencia que atrapa entre sus garras principalmente a los jóvenes.

El derrumbe de los anhelos para vivir y el crecimiento de la desilusión por el mundo real es una condición que cobra vuelo y que debe encender las alarmas. Debe, por lo menos, mover a la reflexión para desestructurar los discursos vigentes que sesgan esta realidad y promover cambios. El problema de la salud mental debe atenderse como asunto de política pública. La perspectiva sobre la felicidad de las personas -un tema de implicaciones subjetivas-, debe abordarse con seriedad, no desde la superficialidad y mezquindad de la propaganda.

 

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