OPINIÓN. DESPRECIO A LA MERITOCRACIA. Por Julio Santoyo Guerrero

La relación entre el poder y la academia en México no siempre ha sido miel sobre hojuelas, más bien ha sido de conflicto. El natural impulso crítico que desde los espacios de investigación, análisis y debate suele hacerse sobre la realidad nacional no siempre ha gustado a quienes ejercen el poder. La recurrente búsqueda de mecanismos para subordinar a la academia ha formado parte de las políticas encubiertas de los gobiernos. En ocasiones lo han logrado parcialmente pero nunca de manera absoluta, siempre existen polos de crítica que se mantienen y oscilan de sexenio a sexenio.

La transición democrática mexicana modificó para bien las condiciones de la relación entre academia y poder. Que se lograra asumir que uno de los factores esenciales de la democracia es la pluralidad, la diversidad de visiones y la consecuente construcción de conceptualización, más allá de la autoritaria tradición que imponía la subordinación o el castigo a las voces disidentes,  fue un logro que no se ha aquilatado de manera suficiente.

La construcción de la democracia, con sus naturales sombras y luces, tiene en la diversidad de pensamiento, la fuente de vitalidad y legitimidad que es imprescindible para los equilibrios y la armonía social de un país con libertades. El que los pensamientos diversos vayan en búsqueda de argumentos sólidos y para ello recurran a la ciencia y a las instituciones académicas de alto prestigio, es una virtud que debe aplaudirse, porque sus efectos serán benéficos para la cohesión social, porque darán fundamento o crítica a las narrativas que se levantan como soportes para la política pública.

La alta especialidad a la que han arribado miles de profesionistas mexicanos, que por fortuna supera cuantitativa y cualitativamente el estado que teníamos hacia la mitad del siglo XX, ha sido factor de transformaciones positivas en ámbitos que han determinado la vida nacional. Sin nuestras universidades, sin los estudios de especialización académica en instituciones allende nuestras fronteras, México sería un país famélico en su cultura y con seguridad tirado a la indigencia de saberes.

No hace falta mencionar nombres de mujeres y hombres que en los terrenos de las ciencias, la técnica, la cultura y las artes han hecho aportes reconocibles en el país y el extranjero. Y no son solo los premios Nobel, se trata de una infinidad de distinciones ganadas a partir de enormes esfuerzos y creatividad. México es literalmente un hervidero de inquietudes científicas, artísticas y culturales que encuentran en la academia y las instituciones superiores nacionales y del exterior la plataforma para realizar sus proyectos.

Si pesáramos en un balanza las aportaciones que han hecho a México los grupos sociales  por ámbito de actividad y cotejáramos a políticos y académicos, no hay duda que el peso de nuestros estudiosos sería abrumador. Por eso extraña que desde el poder se lance de manera recurrente una estigmatización sañosa en contra de mujeres y hombres que han tomado la no siempre fácil y cómoda dedicación a la alta especialización como objetivo de vida. Ha habido presidentes que han hecho el papelazo tratando de menospreciar por razones políticas o su hinchada hubris, a  algún académico o a alguna universidad, creyendo que el poder presidencial les otorga mágicamente los saberes que no obtuvieron en el paso por las aulas. Con su narcisismo creyeron que la designación presidencial otorga la gracia del saber y se alzaron con superioridad irresponsable sobre los saberes especializados. Eso le pasó a López Portillo y a Echeverría con efectos desastrozos.

El prejuicio y saña con la que regularmente se refiere el Ejecutivo a la comunidad académica del país, generalizando indebidamente la cuestionable trayectoria de alguno, descalificando el valor de los saberes científicos y técnicos para el desarrollo del país y haciendo mofa de la meritocracia como medio para la superación y el ingreso económico, es reprochable e indignante. En verdad no merecen ese trato.

México necesita de las profesiones altamente especializadas, obstruir su desarrollo, desestimularlas y anatemizarlas supone una enorme pérdida para todos. Demonizarlas es un pésimo referente para las nuevas generaciones, de por sí el 35 % de los jóvenes en edad escolar no desean estudiar y muchos tiene como escala de éxito el glamur criminal. El país requiere de académicos formándose en México y en el extranjero como referente para las generaciones que vienen. La ciencia como tal no tiene nacionalidad, compartir y adquirir saberes en el plano de la interacción mundial es una vía extraordinaria para el progreso científico y técnico de un país, cosa que no se logra encerrados en lo local, justificados con una ideología nacionalista.

Bien haría el presidente en reconsiderar su visión soberbia y prejuiciada sobre los saberes y la especialización, meter todo en el costal del neoliberalismo es simplismo, es reduccionismo grosero. Aunque no lo crea, a largo plazo México necesita más de ellos que de una figura sexenal. Doctores, ingenieros, abogados, biólogos, literatos, pintores, profesores, psicólogos, técnicos, etc., todos ellos, están y seguirán estando más cerca de nosotros que cualquier político emergente de sexenio o de trienio.

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